Estimados Amigos Visitantes y Colegas Muralistas
Con motivo del 21 Aniversario luctuoso del Mtro. Rufino Tamayo (1991-2012), a continuación nos permitimos, a manera de humilde pero sentido homenaje, presentar para todos Uds. una breve biografía de este icono del arte mexicano, esperamos sea de su interés y agrado.
(Oaxaca, 1899 - Ciudad
de México, 1991) Pintor mexicano. Figura capital en el panorama de la pintura
mexicana del siglo XX, Rufino Tamayo fue uno de los primeros artistas
latinoamericanos que, junto con los representantes del conocido "grupo de
los tres" (Rivera, Siqueiros y Orozco), alcanzó un relieve y una difusión
auténticamente internacionales. Como ellos, participó en el importante
movimiento muralista que floreció en el período comprendido entre las dos
guerras mundiales. Sus obras, sin embargo, por su voluntad creadora y sus
características, tienen una dimensión distinta y se distinguen claramente de
las del mencionado grupo y sus epígonos.
También desde el punto de vista teórico
tiene Tamayo una personalidad distinta, pues no suscribió el radical compromiso
político que sustentaba las producciones de los muralistas citados y prestó
mayor atención a las calidades pictóricas. Es decir, aunque por la
monumentalidad de su trabajo y las dimensiones y función de sus obras podría
incorporarse al movimiento mural mexicano, diverge, no obstante, por su
independencia de los planteamientos ideológicos y revolucionarios, y por una
voluntad estética que desarrolla el tema indio con un estilo más formal y
abstracto.
Nacido en Oaxaca, en el Estado del mismo
nombre, hijo de indígenas zapotecas y, tal vez por ello, sin necesidad de
reivindicar ideológicamente una herencia artística indígena que le era
absolutamente natural, Rufino Tamayo fue un pintor de fecunda y larga vida,
pues murió a la provecta edad de noventa y tres años, en Ciudad de México, en
1991.Su vocación artística y su inclinación por el dibujo se manifestaron muy
pronto en el joven y su familia nunca pretendió contrariar aquellas tendencias,
como era casi de rigor entre los jóvenes mexicanos que pretendían dedicarse a
las artes plásticas.
El pintor inició su formación
profesional y académica ingresando, cuando sólo contaba dieciséis años, en la
Academia de Bellas Artes de San Carlos. Pero su temperamento rebelde y sus
dificultades para aceptar la férrea disciplina que exigía aquella institución
le impulsaron a abandonar enseguida aquellos estudios y, a finales de aquel
mismo año, dejó las aulas y se lanzó a una andadura que lo llevaría al estudio
de los modelos del arte popular mexicano y a recorrer todos los caminos del
arte contemporáneo, sin temor a que ello pudiera significarle una pérdida de
autenticidad.
En 1926, en su primera exposición
pública, se hicieron ya ostensibles algunas de las características de su obra y
la evolución de su pensamiento artístico, puesta de relieve por el paso de un
primitivismo de voluntad indigenista (patente en obras tan emblemáticas como su
Autorretrato de 1931) a la influencia del constructivismo (evidente en sus
cuadros posteriores, especialmente en Barquillo de fresa, pintado en el año
1938). Una evolución que había de llevarlo, también, a ciertos ensayos
vinculados al surrealismo.
Paralelamente, Tamayo desempeñó cargos
administrativos y se entregó a una tarea didáctica. En 1921 consiguió la
titularidad del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de
Arqueología de México, hecho que para algunos críticos fue decisivo en su toma
de conciencia de las fuentes del arte mexicano. Gracias al éxito conseguido en
aquella primer exposición de 1926, fue invitado a exponer sus obras en el Art
Center de Nueva York. Más tarde, en 1928, ejerció como profesor en la Escuela
Nacional de Bellas Artes y, en 1932, fue nombrado director del Departamento de
Artes Plásticas de la Secretaría de Educación Pública.
En 1938 recibió y aceptó una oferta para
enseñar en la Dalton School of Art de Nueva York, ciudad en la que permanecería
casi veinte años y que sería decisiva en el proceso artístico del pintor. Allí,
en efecto, dio por concluido el período formativo de su vida y se fue
desprendiendo lentamente de su interés por el arte europeo para iniciar una
trayectoria artística marcada por la originalidad y por una exploración
absolutamente personal del universo pictórico. En Nueva York se definió,
también, su inconfundible lenguaje plástico, caracterizado por el rigor
estético, la perfección de la técnica y una imaginación que transfigura los
objetos, apoyándose en las formas de la cultura prehispánica y en el simbolismo
del arte precolombino para dar libre curso a una poderosa inspiración poética
que bebe en las fuentes de una lírica visionaria.
Un año después de su nombramiento como
director del Departamento de Artes Plásticas realizó su primer mural, trabajo
que le había sido encargado por el Conservatorio Nacional de México y en el que
se puso de manifiesto su ruptura con los presupuestos estéticos que habían
informado, hasta entonces, las obras de los muralistas encabezados por Diego
Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. En obra mural se percibe
un voluntario rechazo a la grandilocuencia y un consciente alejamiento de los
mensajes revolucionarios y de los planteamientos políticos esquemáticos que
informaban las realizaciones del grupo, lo cual lo enfrentó con "los tres
grandes". No puede afirmarse, sin embargo, que su actitud fuera apolítica
o reaccionaria, aunque muchas veces se le acusara de ello, pero no cabe duda, y
no se abstuvo nunca de decirlo con claridad, que para él la llamada escuela
mexicana de pintura mural estaba agotada y que había caído en plena decadencia
tras el florecimiento de los años veinte.
La propuesta mural de Tamayo tomaba
caminos distintos, innovadores, que desdeñaban las formas más superficialmente
populares, folclóricas casi, de la cultura de su país y, por sendas más
elaboradas, buscaba la plasmación de sus raíces indígenas y de sus vínculos con
la América prehispánica en equivalencias poéticas más sutiles. Aun durante su
larga residencia en el extranjero, que se prolongó a lo largo de casi tres
décadas, siguió visitando México para encargarse de los trabajos murales que se
le encomendaban, muchas veces porque los representantes fresquistas los
rechazaban o no podían abarcarlos.
La parte fundamental de su producción,
sin embargo, se encauza a través de la pintura de caballete, en la que Tamayo
es uno de los pocos artistas latinoamericanos que cultiva la naturaleza muerta
(representando objetos, frutos exóticos y también figuras o personajes
pintorescos) por medio de una transmutación formal, un elaborado simbolismo de
indiscutibles raíces intelectuales y estética experimental que lo alejaron sin
duda de la buscada popularidad, pero lo convirtieron en uno de los grandes
artistas representativos de la pintura mexicana de la segunda mitad del siglo
XX.
Ya a los treinta y siete años, cuando
viajó en calidad de delegado al Congreso Internacional de Artistas celebrado en
Nueva York, recibió un primer homenaje que le valió, como se ha visto, el
nombramiento como profesor de pintura en la Dalton School. Pero puede
considerarse que su éxito internacional se consolida cuando, a principios de la
década de los cincuenta, la Bienal de Venecia instaló una Sala Tamayo y obtuvo
el Primer Premio de la Bienal de São Paulo (1953), junto al francés Alfred
Mannesier.
Se inicia entonces la época dorada en la
vida y en la producción artística del pintor. Comienzan a llover los encargos y
se lanza a la producción fresquista tanto en México, donde realiza su primer
fresco del Palacio de Bellas Artes de la capital (1952), como en el extranjero,
donde sus obras florecen en los ambientes y países más diversos. Pone en pie
así, en Houston, Estados Unidos, el que es quizá su mural de mayor envergadura,
titulado América (1956); antes, en 1953, había realizado el mural El Hombre
para el Dallas Museum of Cine Arts; en 1957, y para la biblioteca de la
Universidad de Puerto Rico, lleva a cabo su mural Prometeo y, un año después,
en 1958, los ambientes artísticos y culturales europeos que tanto le habían
influido en sus comienzos le rinden un cálido homenaje cuando realiza un
monumental fresco para el Palacio de la UNESCO en París.
Esta consagración internacional se ve
avalada, también, por un largo rosario de galardones, reconocimientos y
nombramientos a cargos de organismos artísticos del mundo entero. En 1961 es
elegido para integrarse en la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos;
antes había recibido ya, en 1959, su nombramiento como Miembro Correspondiente
de la Academia de Artes de Buenos Aires. Pero el galardón del que se sentiría
más orgulloso es anterior a todos ellos: en 1957 había sido nombrado en Francia
Caballero de la Legión de Honor, título que siempre consideró como un
reconocimiento valiosísimo al proceder de un país que, para él, había sido la
cuna del arte de vanguardia.
En 1963 lleva a cabo dos murales para
decorar el casco del paquebote Shalom: Israel Ayer e Israel Hoy. Era el
resultado de sus amistosas (y controvertidas) relaciones con el Estado de
Israel, al que apoyó en los difíciles momentos de su conflicto con los estados
árabes a causa del problema palestino. Se explica así que varios museos
israelíes, especialmente en Jerusalén y Tel-Aviv, posean numerosas muestras de
su producción artística, aunque su obra se ha expuesto prácticamente en todo el
mundo y sus creaciones forman hoy parte de las más importantes colecciones y
museos internacionales. Los innumerables premios recibidos y las exposiciones
individuales que realizó en Nueva York, San Francisco, Chicago, Cincinnati,
Buenos Aires, Los Ángeles, Washington, Houston, Oslo, París, Zurich o Tokio
dispararon su cotización artística, que en las décadas de los ochenta y noventa
alcanzaría valores astronómicos en la bolsa del arte.
Al iniciarse la década de los años
sesenta, Rufino Tamayo regresó a su México natal. Su obra revelaba ya la
madurez de un hombre que ha bebido de las más distintas fuentes estéticas e
intelectuales, integrándolas en una personalidad artística profundamente
original. Pese a considerarse a sí mismo "el eterno inconforme con lo que
se ha pretendido que es la pintura mexicana", no cabe duda de que Tamayo
es un crisol en el que se amalgaman las más vivas tradiciones de su país y las
investigaciones estéticas en una síntesis superior de personalísimas
características e innegable fuerza expresiva.
Hombre de pocas palabras en su vida
cotidiana (consideraba que el pintor debe manifestarse con sus pinceles y que
la única razón de una obra es la propia obra), en la producción de Tamayo
sorprende la exquisita disposición de los signos que junto a las superficies
que comparten se disputan a veces la tela; hay en el volumen de su materia,
lentamente forjada en capas superpuestas de color, paulatinamente elaboradas,
un colorido peculiar, suntuoso, fruto de estudiadas y brillantes
yuxtaposiciones; el poderoso fluir de sus orígenes étnicos, la fuerza mestiza
que alienta en el arte de México, empapa su paleta con todas las calidades e
intensidad de los azules nocturnos, la palidez de los malvas, el impacto
violento de los púrpura, un espectro de naranjas, rosados, verdes, colores de
las más primigenias civilizaciones que se concretan en símbolos irónicos o
indescifrables, fascinantes para el profano, como los antiguos e inaccesibles
jeroglíficos de los templos, como un ritual insólito y sobrecogedor. Todo cabe
en su obra, desde la preocupación cósmica por el destino humano hasta la vida
erótica.
Su obra como muralista, ciclópea y hecha
en el más puro «mexicanismo», culmina en el mural El Día y la Noche. Realizado
en 1964 para el Museo Nacional de Antropología e Historia de México, simboliza
la lucha entre el día (serpiente emplumada) y la noche (tigre). Ese mismo año
recibió el Premio Nacional de Artes. Sus últimos trabajos monumentales datan de
1967 y 1968, cuando por encargo gubernamental realizó los frescos para los
pabellones de México en la Exposición de Montreal y en la Feria Internacional
de San Antonio (Texas). A partir de entonces, retirado casi, se dedicó de lleno
a transmitir el saber acumulado en su larga e intensa vida artística.
Pero, como ya se ha dicho, la parte más significativa de su obra
corresponde a su pintura de caballete, que no abandonó hasta poco antes de su
muerte. Entre sus numerosas obras hay que citar Hippy en blanco (1972),
expuesto en el Museo de Arte Moderno, o Dos mujeres (1981), en el Museo Rufino
Tamayo. Su interés por el arte precolombino cristalizó al inaugurarse en 1974,
en la ciudad de Oaxaca, el Museo de Arte Prehispánico Rufino Tamayo, con 1.300
piezas arqueológicas coleccionadas, catalogadas y donadas por el artista.
Fuente: BIOGRAFÍAS Y VIDAS
Reciban un cordial
saludo
Juan Carlos Garcés y
Cristóbal Flores